Imaginemos a un turista recién llegado a Buenos Aires. Recorre la ciudad con curiosidad y, sin saber español, intenta descifrar lo que ve a su alrededor. En una esquina, un cartel dice bakery. Un poco más adelante, encuentra otro que anuncia una ferretería. A su lado, una pareja menciona que necesita una notebook nueva, y entonces descubre que algunas palabras de otras lenguas se cuelan con naturalidad en el habla cotidiana y, al mismo tiempo, refuerzan jerarquías. Sin darse cuenta, este viajero está leyendo el paisaje lingüístico de la ciudad, un mosaico de idiomas que revela mucho más que nombres de negocios y carteles callejeros.
Las calles no solo están hechas de edificios y plazas, también están construidas con el uso de palabras. En Buenos Aires, como en muchas otras ciudades del mundo, el español convive con una gran cantidad de lenguas. Palabras en inglés vinculadas con la tecnología como láser o software se incorporaron al uso cotidiano o en francés Déjà vu o pain pueden verse en los carteles de los comercios. A pesar de la distancia entre China y Argentina, también podemos observar idiomas como el chino, en barrios creados con fines turísticos o comerciales, por ejemplo, el Barrio Chino en Buenos Aires. Pero no todas las lenguas tienen la misma visibilidad ni el mismo estatus y tampoco se suele privilegiar la compleja heterogeneidad de una lengua en el espacio público.
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Entre 6500 y 7000 lenguas se distribuyen en los 194 estados soberanos reconocidos por la ONU, lo que demuestra que la relación entre lengua, nación y Estado no es tan simple como solemos pensar. Las lenguas no están confinadas a los límites geográficos de los países. Viajan con las personas, se mezclan y se modifican en los nuevos contextos. Sin embargo, en la ciudad, no todas tienen el mismo peso.
La presencia o ausencia de ciertas lenguas en el paisaje urbano responde a decisiones políticas, económicas y sociales. Los estados regulan el espacio público a través de la señalética oficial, estableciendo qué puede y qué no puede escribirse en él. Pero la presencia de otras lenguas no depende solo de estas normas porque comerciantes, inmigrantes y distintos grupos sociales también intervienen con sus propios carteles, pintadas y afiches.
En Buenos Aires, los barrios de inmigrantes ofrecen un buen ejemplo de esta dinámica. En algunas calles se pueden ver letreros en chino, en coreano o en árabe, marcando la presencia de esas comunidades. Estos usos no solo cumplen una función comunicativa, sino que también afirman identidades y generan pertenencia. Sin embargo, no siempre son aceptados con naturalidad. En ciertos casos, la aparición de lenguas diferentes puede generar tensiones o intentos de regulación.
Las disputas por el espacio público son, en el fondo, batallas por el reconocimiento. Una lengua que se lee en la calle no solo informa, sino que hace visible a quienes la hablan. El paisaje lingüístico es una cartografía en permanente transformación, donde las lenguas conviven, luchan y dialogan en cada esquina de la ciudad.
Observar el paisaje lingüístico nos permite entender no solo qué lenguas se hablan, sino también qué relaciones de poder las atraviesan. La ciudad es un texto en constante escritura, y sus palabras revelan tanto las tensiones como las posibilidades del mundo multilingüe en el que vivimos.
Hace unos años, pasé un tiempo en un pequeño pueblo del noroeste de la provincia de Buenos Aires. De apenas 265 habitantes, calles de tierra, una plaza con bancos gastados por el sol y el ritmo pausado de la vida rural. Pero lo que hacía especial a este pueblo era su composición social. La mitad de la población era de origen árabe y profesaba el islam.
La historia de esta comunidad se remonta a principios del siglo XX. En 1910 llegaron los primeros inmigrantes italianos y españoles, seguidos poco después por sirios y libaneses. Con los años, la balanza demográfica comenzó a inclinarse. Los descendientes de los primeros árabes mantuvieron su identidad, y nuevas familias llegaron para reforzar el lazo con la cultura de origen. Hoy, la lengua, la religión y las costumbres siguen vivas en el pueblo, transmitidas de generación en generación.
Caminar por sus calles es descubrir un paisaje lingüístico singular. Los carteles de los negocios están escritos en español y en árabe, y en algunos casos, solo en árabe. Al recorrer sus calles se observan las inscripciones en las dos lenguas. Un restaurante ofrece la comida y los dulces típicos de Medio Oriente, mientras que, en la fachada de la mezquita, una inscripción en árabe recuerda los principios de la fe. Este multilingüismo no es un simple detalle decorativo. Es una afirmación de identidad en el espacio público.
Sin embargo, la convivencia entre la comunidad árabe y los vecinos cristianos no es del todo pacífica. A pesar del tamaño reducido del pueblo, las disputas son constantes. La visibilidad del árabe en los carteles genera tensiones entre quienes consideran que el español debería ser la única lengua en el espacio público. Algunos habitantes respondieron colocando banderas argentinas en sus casas y en la plaza central, como si quisieran reafirmar que el pueblo, pese a su diversidad, es parte de la nación argentina. Otros, en cambio, defienden la presencia del árabe como una expresión legítima de la historia del lugar.
Incluso, hubo episodios en los que carteles escritos en árabe fueron vandalizados o directamente removidos. En otras ocasiones, los miembros de la comunidad árabe recibieron críticas por hablar su lengua en voz alta sin que los demás pudieran comprender. El espacio público se convierte así en un escenario de disputa, donde no solo se decide qué se escribe en los carteles, sino también qué lenguas pueden ser visibles y cuáles deben quedar confinadas a lo privado.
(*) Florencia Baez Damiano es doctora en Lingüística y magíster en Análisis del Discurso por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es docente e investigadora de la UBA, y se desempeña como profesora de Semiología en las cátedras di Stefano y Marafioti. Realizó estancias de investigación doctoral en la Universidad de Salamanca (España), en l’Université Sorbonne Nouvelle y l’Université de Picardie Jules Verne (Francia). Su tesis doctoral aborda las ideologías lingüísticas en la formación docente desde una perspectiva glotopolítica. Es autora del libro Memorias de una vida rebelde. Retrato de Reyna Diez (2021, EDULP).






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