Mamerto Menapace, monje benedictino, escritor y conferencista, es una figura emblemática en la historia reciente del noroeste bonaerense, especialmente en Los Toldos y Junín, donde ha dejado una profunda huella tanto en lo espiritual como en lo literario.
Su estrecha relación con esta región, iniciada desde su vinculación con el Monasterio Benedictino Santa María de Los Toldos, sigue vigente a través de su obra y sus enseñanzas.
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El Monasterio Benedictino Santa María de Los Toldos: un refugio espiritual
Ubicado a 18 kilómetros de Los Toldos, sobre la ruta 65, el Monasterio Benedictino Santa María de Los Toldos ha sido, desde 1948, un lugar de retiro, silencio y reflexión para monjes y personas en busca de paz interior. Este monasterio no solo es un centro de vida religiosa, sino también un lugar de encuentro con la historia, la tradición y la cultura de la región.
“El monasterio fue fundado en 1948 por una serie de coincidencias, con el deseo de perpetuar la memoria de Don Cayetano Sánchez Díaz y su esposa Doña Marenco Sánchez Díaz, quienes habían sido personajes clave en la historia de la zona”, relata Mamerto Menapace, quien fue abad del monasterio durante dos períodos, de 1980 a 1992.
El monasterio cuenta con una actividad agrícola que incluye un tambo en donde se producen famosos productos como el dulce de leche y el queso de los curas, que lleva el sello de una fusión de las recetas de los colonos holandeses y los monjes suizos. Los monjes también llevan a cabo otras actividades, como la escuela agrícola, con capacidad para 30 alumnos internos, y un Museo del Indio, que expone documentos, fotos y objetos sobre los primeros pobladores de la zona.

La historia detrás del monasterio y su vínculo con los benedictinos suizos
La historia del Monasterio Benedictino Santa María de Los Toldos tiene sus raíces en la década de 1940, cuando la viuda de Don Cayetano Sánchez Díaz, Doña Marenco Sánchez Díaz, fundó la Fundación Cayetano Sánchez Díaz en memoria de su esposo. Esta fundación llevó a la creación del monasterio, sobre una finca de 3.600 hectáreas adquirida por Sánchez Díaz. Aunque inicialmente la zona fue bendecida en 1945 como un centro misional, no fue hasta 1948 cuando el monasterio comenzó a funcionar oficialmente.
“Desde 1939, los monjes suizos de la Abadía de Einsiedeln buscaban un lugar en Argentina para fundar un monasterio. Durante años recorrieron diferentes provincias hasta que, en 1947, un viaje del Nuncio argentino a Suiza resolvió la situación. Así fue como llegaron en 1948 al lugar que hoy conocemos como el Monasterio Benedictino Santa María de Los Toldos.”
El monasterio tiene una particularidad: la Virgen Negra, cuya imagen fue traída por los monjes suizos en 1948, y que aún hoy es venerada en una peregrinación anual el segundo sábado de noviembre.
La visión de Mamerto Menapace: enseñanzas y legado literario
A lo largo de su vida, Mamerto Menapace se destacó no solo como líder espiritual, sino también como escritor, publicando numerosos libros que han sido éxitos editoriales. Su obra se caracteriza por una mirada profunda sobre la vida cotidiana, la espiritualidad y los valores humanos. A través de sus relatos, Menapace ha tocado el corazón de muchos, compartiendo enseñanzas sobre la humildad, la fe y la cooperación.
Uno de los pasajes más recordados de su literatura es el cuento titulado “Los dos burritos”, una parábola sobre la importancia de la ayuda mutua:
“Ninguno de los dos podía solo. Pero juntos, cada uno con su carga, llegaron a destino.” Este sencillo, pero poderoso mensaje refleja la filosofía de Menapace sobre el trabajo en equipo y la solidaridad. La vida, nos dice, no está hecha para ser vivida en solitario, sino para ser compartida, apoyándonos los unos a los otros en los momentos de necesidad.
Además de sus cuentos, Mamerto Menapace también es conocido por sus poemas de profunda espiritualidad, como este extracto del poema “Al atardecer”:
“Al atardecer, cuando el sol se despide,
y la tierra guarda su silencio,
recordamos que la paz no es un sueño,
es un suspiro profundo en el alma.”
Este poema refleja la serenidad que Menapace promovía, invitando a las personas a encontrar la paz en los momentos simples de la vida cotidiana.
Un legado que trasciende fronteras
El impacto de Menapace y el Monasterio Benedictino de Los Toldos ha sido significativo en la comunidad local, especialmente en Junín y el noroeste bonaerense, donde muchos consideran a Menapace una figura de referencia espiritual y literaria. La conexión entre la espiritualidad y la vida cotidiana, su capacidad para transmitir enseñanzas sencillas pero profundas, y su dedicación a la comunidad han sido clave para el legado de Menapace.
“La fe no es solo rezar, es vivir con confianza, aun sin entenderlo todo.” Esta reflexión de Menapace sigue siendo una enseñanza fundamental para muchos que han conocido su obra y su misión. Su vida, marcada por la humildad y la dedicación a los demás, continúa resonando con aquellos que buscan respuestas en tiempos de incertidumbre, haciendo de Los Toldos un lugar de peregrinaje no solo religioso, sino también intelectual y emocional.
El Monasterio y la figura de Mamerto Menapace siguen siendo un pilar en el noroeste bonaerense, un faro de paz, reflexión y aprendizaje en el corazón de Los Toldos.
LA NOCHE Y LOS PERROS
Por Mamerto Menapace
La noche.
Ese reino en el que nos zambullíamos despacito, con el ansia de un chico que se adentra en un arroyo, buscando y temiendo un remanso.
El silencio era tan profundo, que nos llegaban los ruidos más lejanos, a la vez que se podía sentir en los oídos el eco del fluir de nuestra sangre en cada pulsación.
Siempre el silencio y la noche tienen ese embrujo capaz de acollarar en una misma sensación lo íntimo con lo lejano. Se entraba en la soledad de la noche en familia. A medida que la oscuridad crecía se estrechaba más y más el círculo de la familia.
Las sillas se agrupaban en el patio o en el comedor. Finalmente el rosario familiar anudaba a todos, llevándolo a cada uno a su mundo interior. Era el momento en que estábamos más unidos, aun físicamente, y sin embargo, quizás también el momento en que cada uno liberaba su mundo espiritual y lo dejaba navegar por las rutas de sus sueños y sus ansias. Luego venía la cena. Los más chicos, dormidos durante el rosario, eran llevados entre quejidos inconscientes a la cama. Quedaban los más grandes y algún
chico de grandes ojos pensativos, silencioso, como si ese mundo fuera para él un espectáculo ajeno, como es ajeno el mar para quien lo mira desde la playa. Concluido el rito familiar se despejaba la mesa de platos y enseres, que se amontonaban en un fuentón de la cocina. Cada grupo agarraba una lámpara. Papá y mamá, una para su dormitorio. Normalmente ya estaba allá, y allá se prendía con el fuego de un pedazo de diario arrollado que se metía por debajo del tubo de vidrio un poco levantado, buscando la mecha de querosene. Mis hermanas se llevaban la lámpara del comedor.
Y nosotros la tercera, la de la cocina, que había quedado allá con su llamita a media altura durante la comida para permitir la búsqueda de lo que hubiera podido ser necesario. Antes de desanudarse el núcleo familiar, se cumplía con un rito. Palabras ya consagradas, pero necesarias:
—¡Buenas noches, hasta mañana, Alabado sea Dios! ¿Sacaron los perros? ¡Los perros!
En nuestro rancho las puertas estaban durante el día siempre abiertas. Ni siquiera existían las llaves. De ahí que los perros no tuvieran inconveniente para ganarse hasta la cocina, comedor, e incluso dormitorio. Eso sí, siempre bajo el peligro de ser sacados
a patadas en cualquier momento. Por ello, los más grandes ni siquiera entraban. Su reino estaba en el patio. Los cuzcos, en cambio, no. Se hacían un ovillo en un rincón, y a veces se madrugaban algún huesito o trozo de pan que caía de la mesa.
Pero al llegar la noche se era inflexible. Los perros no podían quedar adentro. Lámpara en mano se los buscaba. La luz descendía a ras del piso iluminando bajo las mesas y camas, aparadores y estanterías, para descubrir si alguno se había ganado allí.
Las razones eran claras y varias. No está bien dormir con perros dentro de la casa. También, de dormir allí, al levantarse alguno a oscuras podía pisarlos, con el resultado de un alarido o tal vez de un mordiscón. Por el mismo motivo de no tropezar con ellos en la oscuridad, se acomodaban las sillas alrededor de la mesa o contra las paredes.
Pero, lo fundamental por lo que los perros eran sacados al patio, se debía a que allí cumplían durante la noche con una función. Cerca de la puerta, detrás de la cocina, junto al galpón o en el patio: allí estaban como centinelas, cada uno con su alarido a mano para avisar lo que pasara. Visita que llegaba, bicho que merodeaba o animal que se saliese de su corral, hubiera motivado un brusco gruñido y luego una corrida. La avalancha de los alaridos despertaría a los que dormíamos adentro, alertándonos a fin de estar sobre aviso. Desde dentro ya sabíamos interpretar esos ladridos. Los había de simple respuesta a otros ladridos lejanos, como gritos de centinela en la noche; los había que eran lloros a la
luna, largos y tristes con su carga de leyendas y de miedo; los había cortos y bruscos, sin motivo aparente, de pelea o de alarma. Había ladridos que se apaciguaban inmediatamente y eran anuncio de una llegada amiga, otros intranquilos y agresivos ante un desconocido. Digo que los sabíamos interpretar.
Ustedes comprenderán que por todo esto, era lógico que al entrar la noche se sacara los perros afuera, al patio. Quizás en la vida pase lo mismo.
Llega un momento en que empieza a oscurecerse el día de nuestra infancia. Durante ese día luminoso se han ganado en nuestra alma muchas fidelidades: de las chicas y de las grandes. La infancia es un tiempo de puertas abiertas. Al terminarse con la adolescencia nuestra niñez, sentimos que entramos en una situación nueva: la de nuestra juventud. Y entonces sentimos la necesidad de sacar para afuera, al patio de nuestra conciencia, toda esa perrada interior. Necesitamos conocerlas una a una, como nuestros perros, y obligarlas a que cumplan su función. De quedar adentro podríamos llevárnoslas por delante sin querer; y de esta manera herirlas, hiriéndonos a nosotros mismos. De ahí que llegados a la frontera de nuestra juventud sentimos que se deshace el núcleo familiar, y tenemos que entrar a la honda soledad de nuestra propia existencia.
Por ello se hace necesario tomar la lámpara y, bajándola hasta el suelo de nuestros propios recuerdos, buscamos todo lo que allí anida a fin de sacarlo para afuera.
Necesitamos conocer nuestras fidelidades dormidas, las fuerzas y vivencias profundas, a fin de integrarlas en la totalidad de nuestra historia. No podemos dejar que vivan dispersas, cada una por su cuenta durmiendo en los rincones, alimentándose con pedazos de nuestra fantasía, o tratándolas a patadas como si fueran enemigas.
Los perros tienen una función en nuestra vida.
Todo ahora se coloca bajo el signo de la espera. Dentro de esa espera preparatoria para la vida debemos ubicar cada uno de nuestros perros en su misión.
El joven corre el peligro de tratar su mundo interior con temor, considerando sus tensiones como enemigas, o agresivas frente a la espera. Y eso es falso.
Los perros no son enemigos de las visitas, y menos si esa visita esperada es el Señor.
Si ladran, es porque deben hacerlo. Lo importante es saber interpretar su ladrido y darle a tiempo su sentido.
En el campo, una casa sin perros es una casa huérfana. Es una casa sin capacidad de recibir. Pero una casa con los perros adentro, es casi lo mismo. Peor, tal vez. Porque al abrir la puerta al que llega, lo primero que le caerán encima serán los perros.
Un joven sin tensiones y sin ansiedades está indefenso ante la vida. Pero si las mantiene encerradas adentro sin conocerlas, entonces es un joven peligroso para sí mismo y para los demás. Conocer los propios perros por su nombre es una manera de empezar a conocerse a sí mismo.
Entonces el encierro de la noche ya no es aislamiento, sino intimidad.
Mamerto Menapace
Del libro “Madera verde”
Capítulo “La noche y los perros”, pp. 23-27
Patria Grande: Buenos Aires, vs. ediciones.






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