Por Juan Pablo Itoiz (*)

Especial para Edición Noroeste.

Vivimos en una época intransigente, de verdades absolutas, donde la tolerancia y la conversación publica están caracterizadas por la indignación y la falta de respeto por el que piensa distinto, y han quedado sujetas a la dicotomía del amigo – enemigo.

Estas características que se ven en nuestra Argentina no son exclusivas, todo lo contrario, son el reflejo de una ola a nivel global que ha puesto en discusión la eficacia de las democracias, y lo que es aún más grave, la esencia de la propia democracia.

Como lo señalaba el politólogo italiano Giovanni Sartori, no hay aún una teoría de la democracia, lo que significa que aunque haya innovaciones en la ciencia política, todavía no hay certeza sobre qué es una democracia plenamente desarrollada. 

Lo que permite plantear que, los sistemas políticos democráticos, como toda forma de organización, son parte de una realidad cambiante, en permanente mutación y evolución.

«La singularidad del momento, como señalaba en el primer párrafo está puesta en la indignación de grandes sectores de la ciudadanía»

Juan Pablo Itoiz

La singularidad del momento, como señalaba en el primer párrafo, está puesta en la indignación de grandes sectores de la ciudadanía que, exacerbada por discursos populistas de izquierda y derecha, condicionan el centro de los sistemas políticos, que es donde habita normalmente el mayor porcentaje de la población.

La discusión política y el debate, más o menos acalorado, no es una novedad, sino más bien una continuidad.

Para verificarlo, no hace falta remontarse en el tiempo, simplemente con repasar el péndulo ideológico de los últimos treinta años podemos verlo oscilar, desde el periodo identificado con las políticas conservadoras y neoliberales, circunscritas en lo que se llamó el Consenso de Washington, características de la década de 1990; hasta el resurgimiento del pensamiento político identificado con la socialdemocracia y los movimientos progresistas de la centro-izquierda de fin de siglo y comienzo del actual, con su expresión en lo que se denominó la Tercera Vía (teóricamente construida por Anthony Guiddens), principalmente en Europa y en los gobiernos demócratas de Estados Unidos.

En nuestra América Latina ese vaivén ideológico también ha sido visible, pero con una característica adicional, propia de nuestra idiosincrasia: el populismo.

Como lo afirma Gino Germani, el populismo era una forma de dominación autoritaria, un fenómeno ligado a la transición de sociedades tradicionales a la modernidad.

A diferencia de las formas de participación liberal, que buscan implementar un sistema basado en la institucionalización de la participación popular y el imperio de la ley, las formas populistas se basan en la incorporación estética o litúrgica, más que institucional.

En ese contexto, en nuestro país debemos sumarle el fracaso de los últimos gobiernos, que más allá del signo político, no estuvieron a la altura de las circunstancias y eso se ha visto reflejado en la caída de la calidad de vida de la clase media, la pobreza y la indigencia crecientes y la sensación de abandono por parte de grandes mayorías, que se han visto frustradas y decepcionadas por la clase política y dirigente.

El resultado es que, en la Argentina, se ha producido un cambio político.

La irrupción de un outsider provocó un sisma. Con un discurso agresivo, basado en la instalación de premisas enunciadas como verdades absolutas y contrastadas con la pasividad del statu quo político tradicional, que fueron aceleradas vertiginosamente por una magnífica comunicación, sostenida en redes sociales y en la instalación de esos temas en los medios de comunicación.

En este escenario, donde gobierna la Libertad Avanza, los partidos políticos, las coaliciones electorales de los últimos años y la dirigencia tradicional han recibido un cross en la mandíbula.

Parecería ser el fin de una manera de actuar en política y Milei es el resultado y no la causa.

Con una crisis económica tremenda, producto de la herencia recibida y con bajas condiciones de gobernabilidad, producto de la decisión de los ciudadanos con su voto en octubre, el panorama es incierto.

Así las cosas, mi partido, la Unión Cívica Radical, siempre ha tratado de expresar las necesidades de los ciudadanos, según los cambios políticos, sociales y económicos. Con virtudes y defectos, con aciertos y errores, a partir de sus principios cívicos y republicanos, ha intentado representar los valores de la participación ciudadana en democracia.

Por historia, pero también por presente, el Radicalismo nunca ha dejado de bregar por el diálogo político y la búsqueda de consensos mediante el debate de ideas.

Hoy, nuevamente nos encontramos en una instancia crucial por la grave situación que atraviesa el país, que exige al Radicalismo una nueva prueba de capacidad. Y esa prueba debemos darla primero por convicción, segundo por coherencia ideológica con los principios fundantes de nuestro partido, pero por sobre todas las cosas por compromiso ciudadano; ya que, como decía Hipólito Yrigoyen, primero somos argentinos y luego, radicales.

(*) Concejal de Junín por la UCR.

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